La coreógrafa alemana Pina Bausch, a la que hace apenas cinco días se le había diagnosticado un cáncer, ha muerto hoy a los 68 años de edad, según informó el Wuppertal Tanzatheater, la compañía que fundó en 1973 y con la que ha venido desarrollando buena parte de su carrera.
Pina Bausch, la última gran creadora de la danza
Es uno de los pilares sobre los que se apoya una de las corrientes más importantes de la danza del siglo XX, la expresionista alemana. Y digo "es" porque creadores como ella, con criaturas coreográficas tan importantes como 'Café Müller', 'Ifigenia en Tauride', 'Tanzabend II', 'Nelken', 'La consagración de la primavera' o 'Palermo Palermo' no se van, permanecen, aunque ahora lloremos la ausencia de su persona.
Pina Bausch tuvo siempre, y más en la última década, una imagen corporal frágil, delgada y afilada como las figuras de El Greco, pintor a quien, curiosamente, últimamente se ha identificado como gran inspirador de los primeros expresionistas alemanes.
Nacida en plena II Guerra Mundial, hija de un tabernero de la localidad de Solingen (estado de Renania del Norte, el más occidental del país), Pina Bausch llegó a la danza tarde, con 15 años, pero con unas condiciones físicas marcadas por su agilidad y flexibilidad. Su maestro fue uno de los iconos de la nueva danza del siglo XX, Kurt Joos (1901-1979), autor de la trascendental coreografía 'The Green Table' (1932), quien siguiendo las doctrinas difundidas por su mentor, Rudolf von Laban (1879-1958), enseñó a la adolescente Filipina (su verdadero nombre) a bailar y a pensar, algo absolutamente unido cuando se habla de la escuela Laban.
Para este teórico, coreógrafo y pedagogo húngaro, creador de un sistema de notación de danza denominado con su apellido (y lo relaciono por ser aplicable a nuestra protagonista) el movimiento es también pensamiento, emoción, acción y expresión.
En sus propias palabras: "Todo acto es danza. Todo ser es movimiento. El sentido de la danza le permite al hombre ver con claridad la naturaleza rítmica de los acontecimientos naturales y es el medio para convertir el ritmo natural en un buen orden artístico-cultural".
Pina Bausch creció rodeada de estas ideas y continuaron en el tuétano de su personal mundo coreográfico, a pesar de su viaje al otro lado del charco, a Nueva York. Gracias a una beca pudo estudiar en la prestigiosa Juilliard School, donde en 1951 se había creado la Dance Division, verdadero foco de exploración de la danza moderna, con Martha Graham entre sus primeros profesores, y que en 2006, la honró nombrándola Doctor Honoris Causa.
Su paso por el New American Ballet del Metropolitan de Nueva York (no confundir con el American Ballet Theatre), le proporcionó la oportunidad de iniciarse como coreógrafa, labor que prosiguió a su regreso a Alemania en 1962, donde bailó con el Folkwang Ballet, compañía en la que presentó sus primeras creaciones en 1968. Sin embargo, fue decisiva su toma de posesión como directora del Tanztheater de Wuppertal, en 1973, para ahondar, explorar y dar a luz trabajos con su personal marchamo, elegancia y profundidad.
Al principio fue muy oscura en sus obras (como recordaba en una de sus visitas a Madrid la española Nazaret Panadero, una de sus primeras bailarinas durante décadas), y lo pudimos apreciar con la creación que le marcó para siempre, 'Cafe Müller' (1978). Parece premonitorio que en septiembre pasado se volviera a subir al escenario del Teatro del Liceo para interpretar la primera parte de este ballet, único que continuaba bailando cuando se reponía. Junto a esta magna obra sobre música de Purcell, la compañía también puso en escena en Barcelona su versión de 'La consagración de la primavera', de Stravinsky, ballet que continuará en los anales de la historia de la danza por su maestría.
Con 'Café Müller' nos bautizamos muchos en la danza de Pina Bausch, en aquella época de los ochenta en la que nuestra particular "movida" era tomar tres o cuatro horas de clases al día de ballet, danza española o jota con el recordado maestro Pedro Azorín, una vez acabados los estudios oficiales en el Real Conservatorio del Teatro Real, y después de la mañana en la universidad.
Fue en 1986, durante el Festival de Otoño que dirigía Pilar Yzaguirre, en el Teatro de la Zarzuela. Los adolescentes que tomábamos clase en los antiguos estudios Amor de Dios, bolsa al hombro, caminábamos, sin conocernos, hacia el teatro de la calle Jovellanos para intentar encontrar entrada. Ya saben, eran tiempos sin internet, ni venta telefónica. Y en la taquilla no quedaban ni de gallinero. Frustrados, pero con ganas de no perdernos esa obra que refleja el miedo de la niña Bausch ante el horror de la guerra, escondiéndose entre las mesas y sillas de la taberna de su padre, nos quedamos a esperar (algo, algún atisbo de dejarnos pasar) en el porche interior de La Zarzuela. Y el personal, muy amable, comprendiendo nuestras ganas de ver a una de las artistas esenciales del siglo XX, nos invitó a pasar al hall donde está la televisión de circuito interno.
Así vimos 'Café Müller', en la pequeña pantalla, destrozándonos el cuello (la televisión está en alto), pero sin rechistar: la visión de la sacerdotisa de la danza, expresándose a través del movimiento con su largo camisón blanco y su imagen fantasmagórica, esencial en este drama sobre la incomunicación, nos sobrecogió al gran grupo allí congregado. La carne de gallina, claro. Por eso cuando dos décadas después Pina Bausch se presentó en el Teatro Real con Nelken (ballet que siguió en programación a su versión dancístico-operística de 'Ifigenia' en Tauride) y el público de abono de ópera se rebeló ante su "osadía" juguetona y colorista, "los de la danza" aplaudimos a rabiar, con ganas y alegría, saboreando a quien pudo llevar al movimiento a los elevados altares, con el ballet más profundo que imaginemos, y que lo sabe luego deslizar hasta el cuarto de los juguetes con la mejor de las sonrisas y el ritmo más jocoso.